miércoles, 1 de junio de 2011

Si alguien gritó, nadie pudo oírlo.

Varios días estuve esperando mi turno. Cada madrugada, al azar, escalofríos y aspavientos saturaban mi mente. Donde la esperanza se diluía con la realidad de la situación, la realidad de saber que nadie cuida a un enemigo. Con cierto alivio, podemos decir, los médicos llegaron a mí cama. Las matemáticas estaban bien, pero la química fallaba. Era lógico. No iban a curar al vencido por los vencidos. Así que confirmaron su pesar, que a la vez fue un alivio por el hecho de haber matado a la incertidumbre. Habrá de ser fusilado tras las dependencias químicas.

Todo estaba preparado. Un muro de mampostería, una explanada, un pelotón de fusilamiento y una cadena de guardianes que aportaron todo lo necesario para la ejecución. Otros camiones, otros condenados, otras desesperaciones se sumaron a la ceremonia. Un sacerdote con estola morada rezaba en latín rutinarias imploraciones de misericordia. Unos instantes de silencio para que el sacerdote terminara su plegaria que concluyó con una bendición trazada en el aire con la languidez de un adiós entristecido e inmediatamente: "Pelotón", silencio, "Apunten", silencio, "Fuego".


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